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Aquí, a la vuelta

El sazón del Gallo, el sabor del taco de banqueta

Mucho mejor que en esos restaurantes de manteles largos que se han dado a la tarea de emular el sabor de la comida banqueta.

"Echame uno de prensado y otro de rajas, Gallo", dice un tipo al taquero que con maestría toma un par de tortillas en su mano izquierda y las coloca una sobre otra para que tengan mayor resistencia. Luego con la mano derecha hunde la cuchara en el refractario donde está el chicharrón prensado, guisado en una salsa de jitomate y chile, y sirve una buena cantidad en el alimento de maíz para preparar el taco. Si cree que no es suficiente agrega más. Después hace la misma operación con las rajas de chile poblano con cebolla, papas y queso. Ambos tacos van a un plato azul de plástico y el hombre estira la mano para recibirlos.

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El sujeto mira las pequeñas tinas que hay sobre la barra del puesto con dos salsas rojas, una verde y rodajas de chile habanero curados con cebolla y limón.

"¿Cuál pica más, Gallo?".

"Esta", contesta su acompañante mientras mueve la pelvis hacia adelante y con la mano le agacha un poco la cabeza. El resto de la gente que abarrota el puesto ríe sin dejar sus tacos en el plato. Siempre están entre sus dedos listos para ser devorados.

Así se come en El Gallo, con alegría y desenfado. Su tacos de guisado ya son leyenda entre los empleados del metro Chabacano, los hoteles de paso de la zona, locales cercanos y todo aquel que por una u otra cosa tenga que pasar por la Calzada de Tlalpan, con dirección al Centro Histórico de la Ciudad de México. No hay pierde, sólo es cuestión de bajarse en la estación Chabacano y dar unos pasos hacia el puente por el que pasa el Eje 3 Sur. Debajo están los changarros de comida. Está el de las tortas, el de los caldos de gallina, el de los jugos y cocteles de fruta, uno que ofrece tacos de suadero y longaniza, así como otros dos con tacos de guisado. Pero ninguno tiene gente, o no tanta como el pequeño negocio de comida del centro. Hasta parece hora feliz en cantina. Incluso tiene una mesa que pocas veces queda desocupada: conforme se para un cliente, después de engullir con prisa sus tacos de chuleta y de moronga, otro se sienta para comer los de chicharrón suave y de huevo duro con arroz.

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El Gallo le hace honor a su nombre, porque desde las seis de la mañana ya hay tacos y durante todo el día se cocinan los guisados para prepararlos. Al igual que la mayoría de los puestos ambulantes o semifijos que hay en el Distrito Federal, El Gallo es comedor y cocina al mismo tiempo, en un espacio no mayor a tres metros. En un extremo están las tres parrillas industriales donde el "chef" en turno revisa de cuando en cuando las grandes cacerolas en las que se prepara el arroz, el chicharrón prensado y las papas hervidas, que tienen como tapa una bolsa de plástico negra para que el vapor las cosa más rápido. Y qué sazón tiene porque en cuanto uno pone un pie debajo del puente de Chabacano, los vapores de hígado de cerdo frito, el caldillo de jitomate condimentado con ajo, cebolla, algo de clavo y otras hiervas de olor; el chile hervido para la salsa, el capeado de los chiles rellenos de queso dorándose en el aceite y la grasa del chicharrón prensado llegan a la nariz y recorren todo el cuerpo hasta instalarse en la boca y provocar salivación. Y entonces uno entiende a los perros de Pavlov.

En realidad, prácticamente los nueve empleados que trabajan en el puesto hacen la comida. Siguen las recetas con las que empezó "el patrón" —como le llaman al dueño—, hace 16 años, cuando estaba ubicado a unos 10 metros de la estación Chabacano. El que no sirve tacos o no sabe cocinar, está lavando las cacerolas, destapando refrescos, rellenando los contenedores con salsa y recogiendo los platos sucios y envases vacíos de la barra.

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Para pedir un taco hay que llegar con confianza y llamar al taquero en turno por su nombre: Gallo. Al que cobra también hay que decirle Gallo y al que cocina de la misma forma. Así como si se les conociera de toda la vida, aunque sea la primera vez que uno come allí. El mote Gallo crea complicidad. Entre ellos se llaman por su nombre, pero a ningún amante de sus tacos le importa. Todos son Gallo. Así nomás.

No hace falta hacer fila. Sólo hay que gritar: "Gallo, échame uno de alambre y una coquita bien fría". Porque eso sí, sin refresco los tacos no saben igual. Hay que empezar con el de chicharrón prensado, la especialidad de la casa, de textura suave, que se deshace en la boca y deja un leve sabor a grasa y chile. Luego uno de cueritos de cerdo, trozos blandos que nadan en salsa de tomate verde, que deja los dedos pegajosos debido a la grenetina. Después el de chuleta con papas. Y aunque todos los guisados tiene sabor picante, es inevitable agregarles la salsa roja y unas tiras de cebollas con chile habanero. Neta que la enchilada la recuerda uno a la hora de ir al baño. Pero que sabrosa. De verdad.

Los últimos comedores de tacos llegan antes de las nueve de la noche. Ya no hay de chicharrón prensado pero sí de rajas, un poco de chorizo y de salchicha. "Ráscale, Gallo, para que salga el guisado". Y el Gallo nada más ríe y con gesto de resignación anuncia que ya se terminó.

Luego de tres tacos y un refresco pago 29 pesos por la comida: a seis pesitos cada taco y a 11 el refresco. Mucho mejor que en esos restaurantes de manteles largos que se han dado a la tarea de emular el sabor de la comida de banqueta. Reinterpretación le llaman ellos; piratería culinaria digo yo. El sabor de la calle lo da la plática con el taquero, el albur para el que come de chorizo, las partículas de smog que deja el trailer que pasa por Tlalpan, la moneda que recibe el Gallo en la misma mano en la que coloca la tortilla para el taco. Eso es sazón.

¡Qué sabroso! Me cae.