El Acebuchal, la aldea andaluza abandonada que hoy es un paraíso rural

Una villa que renació de sus cenizas

Un pueblo blanco ideal

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El Acebuchal aparece de un blanco límpido tras la curva, recortado en medio del abigarrado bosque de pinos que conforma el Parque Natural de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama .

Estamos a unos ocho kilómetros de la siempre bella Frigiliana , desde donde se sube a esta aldea perdida a través de un camino de tierra de un sólo sentido. Durante el trayecto, que arroja espectaculares vistas sobre el pueblo, las montañas y hasta el mar, es fácil cruzarse con ciclistas y con extranjeros felices de sentir en la piel el cosquilleo del sol, ajenos al esfuerzo de la caminata.

A El Acebuchal, sin embargo, ni siquiera se lo intuye durante la subida. Es más: es sencillo pasar de largo del carril que anuncia su presencia, su escondite. Quizá por eso permaneció más de 50 años abandonado, visitado tan solo por los antiguos vecinos, que saqueaban sus propias viviendas para construirse otras en las inmediaciones.

Allí no se podía vivir: estuvo prohibido desde que la Guardia Civil, durante la guerra, supo que los 200 habitantes de aquella humilde aldea prestaban ayuda a los rebeldes del maquis. En 1949, dejó para siempre el lugar el último vecino.

Medio siglo después, una pareja volvió a poner la primera piedra en El Acebuchal, a modo de reinauguración del minúsculo pueblecito. Eran Virtudes Sánchez y Antonio García ‘El Zumbo’; ella, descendientes de aquellos primeros pobladores, siempre quiso volver a ver sus calles tal y como eran entonces. Él se ilusionó también con el proyecto, lo que les llevó a comprar ** 14 parcelas **, entonces en ruinas, y levantadas mano a mano junto con otros antiguos habitantes que se unieron a esta empresa que a muchos parecía una locura. Lo hicieron sin tomas de luz ni agua corriente.

Pequeña aldea de la memoria

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La historia nos la cuenta Virginia, una de las dos únicas vecinas de este paraíso perdido. Es argentina y, junto con Luc, su marido belga, regenta desde hace apenas unos meses el ** bed&breakfast The Lost Village **.

Su llegada fue un salto de fe: ambos buscaban un nuevo lugar en el que continuar con su labor de hospedaje, que habían comenzado diez años antes en Mendoza. Querían algo por Málaga, y viendo por internet las fotos de la casa que hoy regentan, una antigua posada, se enamoraron del lugar. Sin llegar a visitarlo personalmente, compraron la vivienda y se mudaron a la antigua escuela, que está enfrente, con sus dos hijas. Hoy es el único alojamiento que ofrece habitaciones más desayuno y cena; el resto son viviendas que se alquilan completas.

Quien hoy posee la escuela es Aurelio Torres, de 92 años, uno de los pocos vecinos que quedan vivos de los tiempos anteriores al maquis y el último en nacer en la aldea. Su afán de preservación llega al extremo de no construir ventanas donde antiguamente no las había para que todo permanezca como en su memoria . Virginia medio se queja, con ternura, de esta vehemencia, que hace que su casa sea mucho más oscura de lo que debería, estando, como estamos, instalados en las comodidades del siglo XXI.

Hoy, la familia vive en la escuela y regenta, enfrente, el bed&breakfast, pero cuando la aldea era otra, sucedía justo al contrario: las maestras vivían frente a la escuela, en lo que entonces era una posada. En ella habitaban también sus hermanos y hermanas; en total, cinco hijos, de quienes se cuenta la historia antes de entrar al pueblo. Allí, en un largo texto escrito sobre azulejos se narra cómo una de las hermanas quedó sola en el pueblo tras perder a sus padres, y el triste destino que aquello le deparó. Y que, al cabo del tiempo, gracias al milagro de su cadáver incorrupto, la hicieron santa.

Una recuperación singular

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Mientras Virginia y yo vemos caer la tarde desde la terraza, la otra vecina, una ciudadana inglesa con la que se reparten los viajes de ida y vuelta al colegio, entra. Ella también vive de alquilar viviendas a turistas. Algunos se quedan una semana, otros un mes, aunque, en el caso de The Lost Village, la estancia más común es la de tres días. “Estamos sorprendidos: un 40% de nuestros clientes son españoles ”, señala la argentina.

El resto provienen de Europa del Este y del Norte, acuciados, sobre todo, por las buenas temperaturas. Me cruzo con ellos en la calle: meriendan leche con galletas al fresco, donde antes se salían las abuelas con las sillas a parlamentar. Niños rubísimos y septentrionales corretean jugando con Candy, la perra de Virginia, con el improbable telón de fondo de un centenario pueblo blanco en el que no hay cobertura.

Aquí se viene a eso: a existir en las callejuelas. A bañarse en las piscinas. A subir andando a El Fuerte, a casi 1.000 metros de altura, o a recorrer cualquiera de las muchas rutas verdes de la zona. Una, la GR 249 , separa El Acebuchal de Cómpeta, su capital, y siempre hay al menos un grupito de gente recorriéndola, cree Virginia. Para quienes afrontan este tramo de la Gran Senda de Málaga , la aldea es una parada casi necesaria en la subida hacia el siguiente pueblo.

Las calles han recuperado su aspecto de siempre

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La argentina, a veces, acompaña por placer a sus huéspedes. Le gusta la montaña, y ofrece también rutas guiadas con actividades para conocer la zona: aprender a elaborar queso de cabra, visitar las plantaciones de aguacates, hacer parada en los antiguos cortijos abandonados… También cuenta la historia del lugar tal y como ha llegado a sus oídos y nos actualiza sobre los comadreos de la aldea. Por ejemplo, que hay quien no está de acuerdo en que la capilla -inaugurada en 2007- sea de San Antonio, porque el patrón de siempre ha sido el de San Juan y es su fiesta la que se celebra cada año con procesión, baile y comilona.

Pero son rumores pequeños, que se secan al sol perpetuo de esta villa perdida y encontrada entre los árboles, donde antes vivían agricultores, carboneros, peones de caminos y arrieros y hoy se solazan extranjeros sin preocupación. Esa es una diferencia: otra, que los fines de semana, días grandes, la aldea puede superar con mucho los 180 habitantes que tuvo allá por 1948. La culpa la tiene, sobre todo, el Bar Restaurante El Acebuchal : administrado por los hijos de Antonio y Virtudes, este comedor de hogaza horneada cada mañana, especializado en recetas tradicionales de la aldea y carne de caza -pero también con opciones vegetarianas disponibles-, congrega a turistas y vecinos de la zona. Sabiéndolo o no, acuden a celebrar su particular eucaristía de pan y vino en honor a aquellos que, no hace tanto, tuvieron que abandonar su plato, su copa y su tierra.

Entre pinos, tras la curva, aparece El Acebuchal

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