El médico renacentista Paracelso, a medio camino entre ciencia y magia, veía un paralelismo entre los fenómenos físicos exteriores y lo que sucedía en nuestro organismo. Relacionó, por ejemplo, el relámpago con la epilepsia. Y no andaba equivocado, ya que ambos corresponden a descargas eléctricas.

Es cierto que nuestros estados de ánimo no solo se ven a veces influenciados por el exterior (frío-calor, luz-oscuridad), sino que hay situaciones psicológicas que pueden compararse con fenómenos exteriores. En efecto, cuando estamos alegres es como si el sol brillara en nuestro interior, y si nos sentimos deprimidos, como si este se hubiera ocultado.

Pero lo cierto es que, aunque la lluvia a veces provoca molestias, también despierta sentimientos positivos.

El agua nos puede hacer sentir renovados

El simbolismo de la lluvia se relaciona con el del agua y presenta características femeninas. Tiene el don de nutrir y también el de purificar. Por eso dentro del cristianismo el primer rito es el bautismo. Y es claro que la lluvia limpia lo que toca.

Aunque, como todo símbolo, tiene un doble sentido positivo o negativo según las circunstancias. Se aprecia la lluvia suave que fecunda los campos y se teme a la lluvia torrencial que provoca inundaciones. Esta ambivalencia se advierte en diversas mitologías.

Por ejemplo Tlaloc, el dios azteca de la lluvia, que en la estación fría se hace de rogar, puede provocar tanto una lluvia benefactora como enviar tormentas devastadoras. Pero incluso ese posible aspecto destructor puede contemplarse como un acto renovador. Como sucede en el relato bíblico del Génesis con el diluvio que simboliza un nuevo ciclo, una nueva creación, y el arca protectora que permite esa continuidad.

La lluvia, en mayor o menor medida, provoca siempre una sutil variación en la percepción del tiempo y el espacio. Está claro que hay un antes y un después de haber llovido. El aroma de la tierra, los tonos del paisaje, el brillo de la vegetación, la vida animal… todo cambia tras su paso. Y también hay un durante.

Así, bajo una lluvia suave sin viento ni frío, es factible admirar un jardín o la naturaleza como si estuviéramos en un país tropical.

En esos momentos, el agua, más que caer del cielo, parece flotar en el paisaje o ser parte inseparable de él.

Una piedra adquiere un brillo celeste y el verdor de la vegetación se multiplica, pues, como escribió Rafael Sánchez Ferlosio en Alfanhuí: "Había verdes que parecían iguales y, sin embargo, el agua, al mojarlos, sacaba de ellos un brillo oculto y los revelaba diferentes. Y estos eran los llamados 'verdes de lluvia', porque solo bajo la lluvia se daban a conocer". Dejemos, pues, que la lluvia inspire nuevos caminos y agradezcamos su mágica presencia.

La lluvia es melancolía pero también amor

Ls enamorados aman su presencia. Les divierte incluso que esta les pille desprevenidos y tengan que correr por la calle cogidos de la mano.

Y nada más romántico que abrazarse después ante el fuego de una chimenea o entre las sábanas de una cama mientras fuera la lluvia repiquetea sobre el tejado o acaricia los cristales de la ventana. Muchas novelas y películas se sirven de la lluvia para recrear estas situaciones.

Como afirma Woody Allen: "Quien no ha sido besado en una de esas lluviosas tardes parisinas, nunca ha sido besado".

La lluvia se relaciona con la fecundidad y en consecuencia con el amor erótico. Pero también inspira a veces melancolía, sobre todo si acontece en otoño o invierno. Evoca una suerte de nostalgia por lo que fue o por aquello que, aunque deseado, no pudo ser. Leemos en un poema de J.L. Borges: "La lluvia, sin duda, es algo que sucede en el pasado".

La lluvia siempre nos sorprende

Incluso cuando el servicio meteorológico advierte de su inminente llegada. Caen sus gotas sobre campos y ciudades, como tantas veces, pero cada ocasión parece nueva y distinta.

Estamos familiarizados con sus apariciones a menudo imprevistas y que no podemos controlar. Pero siempre hay algo misterioso en su presencia que nos infunde respeto, como si fuera un rito inmemorial al que la naturaleza nos invita.

La lluvia es un don indirecto del sol. Para que llueva el aire debe ascender primero y luego enfriarse, de modo que ya no pueda retener el agua en forma de vapor. Y ese ascenso sería imposible sin el calor solar. Cada día, un billón de toneladas de agua se evaporan de los océanos y otro billón se precipitan en forma de lluvia, nieve o rocío. Esa cifra equivale a la décima parte del volumen total de agua que los vientos desplazan por el aire.

Por tanto, la atmósfera tarda unos diez días en reemplazar su contenido en agua. Al cabo de un año, la capa de agua evaporada de los océanos alcanzaría un metro de espesor si no retornase a ellos por diversos cauces. Gracias a ese proceso el agua dulce renueva su pureza en nuestro planeta desde el origen de los tiempos.

En cierto modo, la evaporación podría compararse a una "inhalación" o ascenso del agua de la superficie terrestre a cargo del sol; y la lluvia, a una "exhalación" o descenso de las alturas de esa agua ya purificada.

La lluvia es inspiración

Los poetas suelen ver en la lluvia motivo de inspiración. Seguramente porque Japón es un país especialmente pluvioso, su lengua cuenta con más de cuarenta palabras para referirse a la lluvia.

Dentro de sus modalidades poéticas, el haiku es un poema breve de solo tres versos que capta sutilmente la belleza de un instante. He aquí unos ejemplos referidos a las cuatro estaciones:

  • Lluvia de primavera, todo queda embellecido. (Chiyo Ni)
  • Bajo la lluvia de verano, el sendero desapareció. (Yosa Buson)
  • Lluvia de anoche, cubierta esta mañana por la hojarasca. (Io Sogi)
  • No hay cielo ni tierra, solo la nieve que cae sin fin. (Hashin)

El agua de la lluvia como don

El hecho de que la lluvia caiga del cielo y garantice la continuidad de la vida ha sido visto por el ser humano a lo largo de la historia como un regalo celestial y en el que algún ser divino debía de haber intervenido, por ejemplo Indra según los textos védicos.

A pesar de que la ciencia describa el mecanismo físico de la lluvia, es decir, cómo esta aparece ante nosotros, el hecho mismo de su presencia no deja de ser algo milagroso. Como lo es el poder ver o tocar las cosas que nos rodean, aunque sepamos que intervienen procesos neurobiológicos.

El misterio no se agota con una explicación meramente física. Hay aspectos psicológicos y espirituales que no pueden negarse. Dentro de la concepción física y metafísica de la realidad que han sustentado la mayoría de civilizaciones, el ser humano se sitúa entre dos polos a los que de modo sintético se denomina Cielo y Tierra.

El primero corresponde al mundo espiritual o sutil, y el segundo al mundo material o físico. Los fenómenos naturales y nuestro propio cuerpo participan de ambos niveles, el denso y sutil. Por eso la meteorología describe procesos físicos que en un momento dado pueden leerse de manera simbólica o analógica por el iniciado, el campesino o el artista.

En este sentido, las nubes, el rayo, la lluvia o el arcoíris tienen a veces el valor de ser mediadores entre el mundo físico y el espiritual. Así, en textos de los sufís islámicos se dice que la vida en nuestro mundo fue posible porque una gota del cielo cayó sobre la tierra, o que a veces Dios envía un ángel en cada gota de lluvia.

Dentro del budismo se considera que la lluvia es un buen augurio durante y después de una ceremonia. Al igual que lo es la aparición de un arcoíris, especialmente en el momento del nacimiento o muerte de un maestro espiritual.

De manera que la lluvia se contempla como un don para la vida física, pero también es la imagen de influencias o bendiciones espirituales que alcanzan el alma humana.

El relato del monje, los elefantes y la lluvia

El siguiente relato acerca del monje budista Luang Phor Doem (1860-1951) puede parecer un cuento oriental lleno de fantasía, pero según diversos testimonios sucedió realmente a mediados del pasado siglo en Tailandia.

El monje budista Luang Phor Doem era muy querido y respetado en su región. Se dedicaba a dar enseñanzas sobre el Dharma y a ayudar a construir templos, y era también reconocido por sus eficaces amuletos de protección que distribuía entre los fieles.

También tenía la facultad de comunicarse con los elefantes salvajes que vivían en la zona y a los que siempre salvaguardó. Tanto era así que, cuando ya era anciano y debía desplazarse a alguna reunión con otros monjes, misteriosamente aparecía un elefante que se ponía de rodillas delante de la puerta de entrada para que Luang Phor Doem subiera a lomos.

Al llegar a su destino, el animal lo dejaba allí y se perdía entre la espesura. Pero al final de la ceremonia y sin que nadie aparentemente lo avisara, el elefante aparecía de nuevo y lo llevaba de vuelta.

Transcurrieron los años y el monje, ya bastante anciano, enfermó gravemente. Sabiendo que pronto iba a morir, anunció su próxima partida reuniendo a sus monjes y también a campesinos del lugar. Al mismo tiempo empezaron a llegar algunos elefantes que rodearon el monasterio de manera pacífica pero dando gemidos lastimeros a modo de despedida de quien había sido su benefactor.

Sus últimas palabras, pronunciadas media hora antes de morir, fueron las siguientes: "Estoy a punto de irme de este mundo, si hay algo que pueda hacer por vosotros, decídmelo". Los allí convocados se miraron entre sí y respondieron que lo que más necesitaban era… agua, pues no llovía desde hacía meses y los estanques y cisternas estaban a punto de secarse.

Al oír estas palabras, el monje asintió en silencio, juntó sus manos sobre el pecho y entró en meditación. Al cabo de media hora, se oyó un estruendo, el cielo relampagueó y una densa lluvia empezó a caer.